En estos tiempos en los que nadie puede presumir de tener certezas, me ronda la memoria con obstinada insistencia una historia de la vida de Charles Darwin. No voy a contar lo que muchos saben mejor que yo sobre las teorías de Carlitos, esas que amasó en su viaje alrededor del mundo como naturalista y geólogo del Beagle, bergantín comandado por el capitán Fitz Roy y que quien más quien menos, todos conocemos sin necesidad de leer su biografía. Lo que me impactó fue la total incertidumbre con la que el joven abordó la nave.
No fue convocado directamente por F.R. para el trabajo, lo recomienda su amigo y profesor de Cambridge J.S Henslow. Darwin estaba muy contento de vacaciones en su pequeña ciudad natal Shrewsbury dedicándose a pasear por las montañas cercanas a la frontera galesa, bañarse en el larguísimo río Severn y a enamorar a Emma Wedgwood, que hasta ese momento era su prima nomás pero más adelante sería su esposa. Resulta que los Darwin y los Wedgwood eran bastante propensos a la endogamia y venían entreverándose hacía varias generaciones sin hacer mucho caso a creencias populares como “entre primos no porque después te sale con colita de chancho” o cosas por el estilo.
Y aquí nos acercamos al tema central de mis cavilaciones. Estamos hablando del siglo XIX. En la perspectiva histórica son minutos nomás lo que nos separa de esa época.
Darwin recibió en abultada carta de su maestro la propuesta para sumarse a una expedición que tenía como misión principal cartografiar el mundo entero. Esa tarea era fundamental para los ingleses porque los mapas de la época eran una verdadera porquería, cualquiera puede comprobarlo husmeando un poco, y con ese precario material era dificilísimo planear invasiones, conquistar, rapiñar, piratear, traficar y todas esas actividades a las que la corona británica siempre se dedicó apasionadamente y por cierto, con mucho éxito.
Ya que iban dando vueltas por ahí, las expediciones llevaban a un naturalista para que fuera tomando nota y muestras de todos los bichitos, plantitas, seres humanos, piedras, y cualquier cosa que le pareciera interesante para la ciencia.
Estaba previsto que el viaje duraría 2 AÑOS y el naturalista no cobraría sueldo por su desempeño. El Dr Darwin, padre de Charles, tuvo que costear los gastos del viaje de su hijo. Me imagino el embole de don Darwin, que había soñado con un hijo médico, le salió juntador de plantas y bichitos (cosa que para él no era una profesión) y encima le tuvo que garpar el viaje……
Pero volvamos al amor de los jóvenes protagonistas y su inminente distanciamiento.
Carlos se despidió de Emma con una promesa: “amada mía, en dos años vuelvo y nos casamos”.
-“Dale, andá tranquilo que yo acá te espero” respondió Emma atravesada por la única certeza del profundo amor por su primo.
Sospecho que todos coincidiremos en que 2 años es mucho tiempo y habrá sido necesaria una gran preparación espiritual para aceptarlo. Sin embargo el viaje duró un poco más. Se extendió por 5 años. Si, leyeron bien, 5 AÑOS. Sin guasáp, ni feibuk, ni teléfonos, ni nada. Pero la ventaja de no imaginar ni remotamente estas tecnologías evitó potenciar la angustia, y bastante bien se las arreglaron con las cartas esas de papel que aún en estos tiempos pueden llegar a verse con dejos de melancolía y algo de asombro.
La dinámica era más o menos así:
Carta de Charles a Emma: “ Emma, te escribo desde Montevideo, el viaje se está haciendo un poco más largo. Esta carta te va a llegar en dos meses aproximadamente así que cuando me respondas, teniendo en cuenta que la tuya demoraría otros dos o tres meses en alcanzarme, deberías enviarla a Valparaíso. Seguramente andaré por allí para ese entonces, me recomendaron comer jaivas allá y empanadas de pino”. También contenían muchas cosas más sobre sus hallazgos, anécdotas de lo cotidiano y detalles amorosos que obviaré porque el chisme no es tema de esta sección.
Se imaginarán que el cálculo no siempre era certero y había grandes posibilidades de que la carta de Emma llegara tarde, cuando ya el Beagle con toda su tripulación se había hecho a la mar nuevamente. Esto sucedía realmente y los enamorados quedaban sin saber si sus cartas habían llegado a destino….. Todo era incertidumbre, duda. La Nada. Acá no funcionaba la de “me aplicó el visto” ni estas cuestiones. Su mensaje podía llegar cuatro meses después o nunca.
Así pasaron los 5 años locos de la vuelta al mundo y cuando Charles volvió a Shrewsbury se encontraron, enamorados como dos tortolitos (casi pongo chorlitos y el fin de la historia rumbearía hacia el difuso horizonte de los tomates….) se tomaron de las manos y vino la propuesta: “Emma, mi amor, traje muchísimo laburo del viaje. Tengo material suficiente para hacer un libro sobre el origen de las especies que entre otras cosas me hará pasar a la historia. Te gustaría mientras esto sucerde que nos casemos y tengamos 10 hijos? Ya no voy a volver a viajar así, tuve suficiente. Además los últimos 3 años Fitz Roy se puso insoportable, no lo aguantaría de nuevo”
Y así vivieron más o menos felices, comieron perdices y seguramente otros muchos bichos evolucionados o no.
En estos tiempos en que reina la incertidumbre a pesar de los aluviones de comunicación (o ayudados por ellos) y en el que mi vida transita en un marco «Macondiano» inmerso en el sofocante verano del caribe mexicano, solo con livianas sospechas de cuando y hacia donde se moverán las piezas, dejo que me impregne el recuerdo de Emma y Charles con su años de espera sin naufragio.
Carlos, Emma y no naufragar en tiempos de incertidumbre
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